26 nov 2008

Escritores sin sexo

por Anónimo Hernández

Ya sé que este título puede sugerir la idea de escritores que carecen de órganos sexuales, pero no es así.
La cuestión es ésta. Ayer tuve el infortunio de verme involucrado en una mesa rebosante de hormonas, cuando un acuerdo me había llevado originalmente a una junta editorial, y en todo caso literaria. En ella hablaría con mis posibles editores sobre la publicación de mi único manuscrito y, en el mejor escenario, de contratos, regalías y promociones.
La cita fue en un café-librería, o viceversa. En la Condesa. Para empezar, cuando llegué al lugar, el mesero me vio tan pequeño e insignificante, que en vez de sentarme dio por sentado que yo iba por el empleo de lavaplatos anunciado en la puerta y corrió para endilgarme un mandil. Después de un rato alegando, y auxiliado por mis contertulios, se aclaró el malentendido y pude quitarme la deshonrosa prenda que ya pendía de mi cintura.
A pesar de tan incómodo comienzo, el mesero no me calificó como alguien en posición de ordenarle nada, de modo que prefirió ignorarme. Para molestarlo, le exigí un expreso doble, cortado, por lo que, minutos después, me devolvió el agravio acompañando mi tacita con unos sobres de un sustituto lácteo llamado Lautrec.
Volviendo al tema, repito: no estábamos en un bar o una cantina. Era en un café. Un lugar chiquito, acogedor, reciente. Y a pesar de eso, poco a poco fueron apareciendo personajes que se adhirieron a nuestra mesa sin más preámbulos que sus saludos y abrazos sospechosamente sonoros. Gente que andaba por allí, según sus propias palabras. Treintañeros editores, dictaminadores y autores de afamadas firmas editoriales, y al poco rato, entre capuchinos azucarados y vasitos de agua sin hielo, el aquelarre giró en torno a factibles ediciones, antologías, traducciones, becas, coediciones, intercambios, acuerdos transoceánicos…
Intoxicado por la emoción de tan arrebatada lluvia de ideas, ignoré la necesidad autoral que me había llevado hasta allí y quise tomar la palabra, aportar algo a los nuevos temas… Incluso levanté la mano… pero nada podía interrumpir aquel huracán creativo…
Como fuera, sólo bastó que en el vacío del nuevo santuario cultural resonaran unos tacones puntiagudos con su tac-tac tac-tac, para que todas las miradas masculinas se lanzaran tras la posible presa…
Presa de qué, nunca lo supe.
En ese momento las exposiciones titubearon con el ineludible repicar de aquel calzado. Entonces creí que había llegado mi oportunidad de hacerme presente, cuando menos audible, pero lamentablemente la conversación y los grandes proyectos nunca terminaron por sucumbir ante el impulso primitivo, qué va. No se atenuaron las anotaciones en las agendas celulares, en los diferentes modelos de libretitas Moleskine ni en las Blackberries. Todo lo contrario. La tinta corrió con mayor frenesí y los dígitos desafiaron a los ceros y los unos, y a los unos y los otros. Si el olfato y las miradas de mis nuevos amigos atendían al llamado del instinto en cada taconeo, sus proyectos y sus cifras brotaban por doquier. Incluso se prodigaban. Un poco de carne originaba lo que ninguna junta editorial asalariada podía lograr en sus oficinas de lujo.
Instantes después –vociferando para asegurar que sus ideas se alcanzaran a escuchar en la librería– mis nuevos amigos se apresuraron a proponer líneas editoriales arriesgadas, colecciones de una literatura que llamaron independiente, si bien nunca entendí independiente de qué: de ellos?… Por si fuera poco, todos apoyaron incluirme en sus planes, sin importar que ninguno conociera mi obra ni supiera que existía. Apoyar la creatividad de un enano maltrecho resultaba propositivo: allí estaba Lautrec, como los sobrecitos de leche falsa. El chiste era sentirse audaces, rebeldes, subversivos, aunque fuera por quince minutos.
Más aún, aquéllos que momentos antes no me habían considerado digno de su saludo –ya no digamos de su atención–, ahora me daban palmotazos en la espalda y me integraban a sus monólogos pese a que no recordaran mi nombre:
–Me llamo Anónimo… Anónimo Hernández –insistía mientras ellos asentían sonrientes confundiendo mi nombre una y otra vez.
–No te preocupes, Inédito, pronto te publicaremos…
Ya lo mencioné: nosotros estábamos en el café; ella, con sus tacones, en el área de libros. Y cada vez que ella se detenía frente a un título enigmático y leía la contraportada con atención (o con dificultad, quién sabe), en nuestra mesa se invocaban nombres tan afamados como lejanos, se les convertía en amigos íntimos, se les usaba como ases para un pókar que se armaba entre todos, se recababan fondos para que la literatura del país volviera a serlo pronto, y en cuanto el tac-tac-tac-tac volvía a recorrer los pasillos bibliotécnicos (los libros como artículos, como productos, como zapatos finalmente, dándole la razón al gordo infame), las voces en nuestra mesa aceleraban sus crescendos, explotaban las risotadas, los manotazos caían sobre mi espalda para confirmar que mis colegas podían condescender hasta eso, hasta tratar a un ilustre desconocido como su igual, más aún, como su amigo. No importaba mi fealdad, al contrario. Tan grandes eran, o podían ser.
Sin embargo, en el clímax, me vi obligado a confesarles la verdad:
–Cofraternos, …lo siento, soy un escritor malo, …no merezco que me incluyan en sus planes…
Nadie me escuchó.
Con toda franqueza, yo no compartía cuna con ninguno de los presentes. No sólo les resultaba un tipo proveniente de un sitio populoso que seguramente desconocían (el Barrio Chino), sino que había nacido mucho antes que ellos, y ahora contaba con una inquietud hormonal en declive como para compartir su súbito entusiasmo por la dama de los tacones.
Las diferencias, además, no se detenían allí, pues la carnada que estaba provocando tal alboroto en nuestro petit-comité no me parecía merecedora de tanto despliegue de testosterona. Soy feo –me dije–, pero con suerte. El tac-tac tac-tac inicial había atraído mi atención, lo admito, porque se trataba de una llamada auditiva, primaria: lo entendí de inmediato recordando los tacones de mis doce hermanas mayores. Pero el ojo me obligó a reconocer que la vida me había favorecido con mejores mujeres. Si no compartía cuna con mis colegas, tampoco compartiría cama con su improvisada pitonisa, ni siquiera por dinero. Así que nunca supe si aquel lucimiento extravagante tenía por causa la urgencia fisiológica, el mero despliegue testicular, o una especie de rito masculino del que nadie me enteró durante mi adolescencia.
El caso fue que, por más que mis recientes amistades quisieron prolongar nuestra improvisada junta para ver si alguien se atrevía a echarse esos tacones a los hombros, debimos levantarnos ruidosos, con carcajadas sin chiste previo, abrazarnos como si nos conociéramos de toda la vida, fijar próximas citas sin intercambiar datos personales, y despedirnos con nombres equivocados al mandato de “aquí se rompió una jerga…”
Aunque viejo, pero contagiado por aquellos ímpetus extraliterarios, olvidando el motivo que me había llevado a aquella reunión, corrí a mi casa para satisfacerme con un “misionero”, que es la única posición que mi mujer y yo hemos practicado en nuestras vidas, pero que nos brinda resultados satisfactorios.

FIN



[Y ahora un video que me llevaré al carajo cuando todos se vayan a su isla desierta, jaja! Cuarteto de Nos: Ya no sé qué hacer conmigo]

11 nov 2008

Un escritor malo y Un escritor feo

Un escritor malo
por Anónimo Hernández

Foto: Sal Ricalde
Manipulación: Antra

Según yo, un escritor malo es casi tan importante como uno bueno, por la sencilla razón de que los escritores malos contribuimos a que destaquen los destacados, en pocas palabras: somos la diferencia que los diferencia.
Naturalmente, los lectores se interesan por curiosear en las minucias y secretos de los grandes autores, sin reflexionar que esos asuntos sólo pudieron reportar un beneficio personal, individual, a tan respetadas personalidades. Y que un escritor malo, en cambio, tiene la ventaja de ofrecerles un panorama más afín, más común y, por tanto, más nutritivo.
Ése es el único motivo que me lleva compartir con ustedes estos apuntes, mis apuntes.
De acuerdo a mi experiencia, hay muchas formas de saber que un escritor es malo. Por ejemplo, cuando no lo publica nadie. Cuando nadie quiere saber de él. Cuando le hacen caras.
Para un artista, la
publicación de su obra –es decir, el hecho de que se exponga al público–, primero que nada le brinda un espejo para sentirse más Narciso que el original, debemos admitirlo. Pero, más a fondo, es un reflector que lo expone a todo tipo de opiniones y críticas: favorables, adversas o gratuitas: lo habitúa a distinguirlas, a sacarles partido, a vivir con ellas. Y, por último, nuevamente como espejo, le ofrece una inmejorable opción para ejercitar la autocrítica.
Por esto mismo, y al margen del ego dolorido, no hay nada peor para un escritor que enfrentarse a la negativa de las editoriales para que su obra se haga pública.
Confieso que, en mi caso, estoy más que acostumbrado, porque me han dicho de todo. Desde:
–Lamentablente su trabajo no está de moda…
–Lo sentimos pero su nombre es poco literario…
Hasta:
–Discúlpenos, pero está usted muy feo…
Y lo peor es que tienen razón, pero ya iré hablando de mi fatídico nombre, de mi desfavorable aspecto, de la debilidad de mi memoria y de mis terribles padecimientos para leer y escribir.
Por el momento, lo importante es que ya nada me preocupa: sé que nunca alcanzaré las cumbres hemingwaianas aunque me ponga camisas hawaianas –o lo que esté de moda.
Y sin embargo estoy contento. Porque la maldad de mis escritos (estética, no ética, ya que “malo”, en este caso, no significa que voy por ahí zancadilleando abuelitas o dándole coscorrones a los niños: “malo” no significa malvado, sólo malo), decía que estoy contento porque la maldad de mis escritos me libra del esfuerzo por las cúspides y me gana el escribir lo que me dé la gana.
Compartiéndoles mi experiencia, he decidido creer que una de las razones de mi fracaso como literato se halla en que nunca encontré el consejo que necesitaba. Ése que los grandes campeones de boxeo obtenían oportunamente de sus padres, de sus entrenadores, o de algún campeón que balbuceaba algo coherente entre los fregadazos de una pelea y otra, eso que los llevaba a decir: todo se lo debo a mi manager. Ese consejo que debía dirigir mis metáforas y sinécdoques hacia el éxito.
A falta de ese encarrilamiento íntimo y personal, en los albores de mi carrera busqué con ahínco la guía de mis autores favoritos, no sólo en sus obras sino en todos sus comentarios, en sus entrevistas y hasta en sus confesiones íntimas… Pero no encontré nada… Sólo me esforcé para encontrarme con la primera tara: no podía recordar los nombres completos de los grandes maestros ni sus fechas de nacimiento, mucho menos el año de publicación de sus obras más sentidas… Se me revolvían los datos… Confundía con franca tontería los apellidos dobles y los títulos largos de sus obras, ya no digamos sus géneros y sus especies: La muerte de Abstemio Cruz, El jardín de los cerezos que se trifulcan, Los miserables de Notre Dame, Cien años de sobriedad, El tambor y los perros… Pero si lograba memorizarlos, entonces la disparidad de los consejos profesionales que cada uno brindaba me dejaba en pasmo: es mejor escribir de día, de noche, con horario, todos los días; buscando un mínimo de horas, de palabras, de cuartillas; sin límites de nada, a cualquier hora; hacerlo de pie, a mano, a máquina; con lápiz, borrando, sin borrones…
Para no errar y desbordando optimismo, seguí todas sus recomendaciones, tanto solas como combinadas. Si ellos eran grandes, debía bastar con seguirlos para que yo también lo fuera algún día. Entonces escribí cabeceando hasta que me sorprendieron las tristes luces de la madrugada. Pero también inicié al despuntar el alba, con los trazos de la almohada aún surcándome la cara. Escribí en el sopor del medio día. Escribí contabilizando cada palabra, palabra por palabra, hasta que fueron más importantes los números que las palabras. Escribí a una mano y sobre un pie, prácticamente de cojito pero no de cogito, sólo me faltó cerrar un ojo para parecer tullido. O idiota.
Pero fue un fracaso.
No se me ocurrió nada.
Seguí siendo igual de malo.
O peor.
La prueba es que ahora sólo puedo escribir sobre el hecho de no escribir, o sobre la experiencia de escribir mal.
Para acabar, el único consejo donde los grandes maestros coincidían radicaba en escribir y luego recortar… Incluso hasta cincuenta por ciento!…
Entonces me dije: recortar la mitad de un escrito?… Eso sí que no… Jamás de los jamases!… Podían ser mis autores favoritos, pero cortar un escrito?… Tuve que mandarlos al carajo!… Allá se fueron con sus apellidos dobles y sus títulos largos y enigmáticos!
Ya confesé que soy un escritor malo. Ahora debo aclarar que lo soy porque me cuesta mucho trabajo escribir y porque sufro con las letritas como algunos sufren con las letrinas. Desde siempre he pasado horas, sentado, sin que se me ocurra nada… NADA…. Ni una palabra… Sin importar cuánto me haya esforzado… La temida hoja en blanco sólo dejaba de serlo porque en ella aparecía mi nombre. Entonces: qué demonios iba a recortar si no había escrito más que mi nombre! Era lo único que podía eliminar!… Y, por estúpido que parezca, admito que estuve tentado ha hacerlo con tal de seguir a los maestros, pero borrar el nombre propio (mi propio nombre) equivalía al suicidio!… A matarme a mí mismo!…
Los maestros podían irse al diablo, yo no iría con ellos.
Y si se iban al cielo, pues tampoco habría de acompañarlos.
Ni modo.
Preferí ser malo.

[Publicado en el número de aniversario de la revista Altanoche, gracias al editor Victor Hugo Barrera, quien aceptó una módica suma por incluirlo junto con otros textos de esta columna].


Un escritor feo
por Anónimo Hernández

Por mucho que los escritores nos presentemos como personalidades intelectuales, ninguno escapa de la apreciación anatómica que el público hace de su persona. Algunos, de hecho, le sacan partido.
Lo curioso es que la creencia general asume que el escritor sucumbe al largo martirologio de la persecución estética por un disgusto hacia su entorno, al que considera casi despreciable o, cuando menos, indigno: feo. Sin embargo, bajo tan noble premisa, subyace el entendido de que tampoco él cae muy bien en su ambiente, y de que su escasa apostura es parte de ambos supuestos, pues al no ser bien aceptado (bien visto), él torna sus poéticos poderes contra su rededor. De esto se desprende que su afán deífico lo lleve, entre otras cosas, a crear la belleza que el destino le negó. A tomarse una revancha con dios. A ser un dios él mismo. A crear vida y belleza como dios. Que el papel sea un espejo que le muestre una realidad mejor que la de un espejo de cristal. Que las hojas le digan siempre: sí, tú eres el más bonito.
Sobra decir que los escritores guapos llevan la partida ganada de antemano. Si eres guapo, qué importa lo que escribas. Tú sólo teclea. No te faltarán editores. Ni lectores. Ni admiradores. Tu galanura saltará los obstáculos de las mesas de redacción, de la aprobación otorgada por el respetable, y conseguirá el apasionamiento de tus seguidores.
Continuemos por aquí. Aquéllos que logran que la belleza de su obra se tutee con la armonía con que la naturaleza los persignó, son doblemente aplaudidos. Si no me creen, pregúntenle a Kundera (quien según una amiga es el Sting de la literatura), o a Carlos Fuentes. O a Vargas Llosa, que chaparrón y todo, rompe corazones ya entrado en la tercera edad.
Quizá me equivoco, pero entonces me pregunto cuál es el propósito de las fotos que aparecen en las solapas y contraportadas de los libros? La respuesta inmediata es: para que la obra tome un rostro, porque el artífice detrás de ella tiene un aspecto. Pero no evito pensar que, al mirarlas, el lector no sólo personifica al etéreo creador de un título, también lo califica. Quiero decir, estéticamente, sin importar los géneros: según yo, el gusto visual no tiene sexo. De esta manera, aquellos escritores de naturaleza fea terminan desdibujados entre los claroscuros de una foto "artística". Y aquí no precisamos de ejemplos porque los feos somos la abrumadora mayoría, mientras que los apuestos sólo sonríen, click-click, y se acabó. La torcedura popular del conocido refrán cae de maravilla: La suerte de la fea… a la bonita le importa poco.
Claro que en gustos se rompen bocas, y de pronto pasamos a otra categoría, donde encontramos autores poco agraciados que se vuelven fetiches gracias al éxito. El reconocimiento y el dinero siempre les añaden un atractivo porque son un atractivo en sí mismos. Por citar sólo dos casos, aquí embonan Bukowski o José Agustín, tan feos como un ornitorrinco, pero que presumieron de una lista de espera para ir a la cama francamente envidiable.
En una gaveta especial se guardan los escritores cuya hermosura se convierte en un calvario, o cuando menos en una pesadumbre ingobernable. Como si los autores lindos –pero atormentados– dieran cualquier cosa con tal de ser feos!… Carajo, quién entiende a los escritores?… El caso más trillado es Rimbaud. En qué proporción su mito depende de su atractivo?… Nunca lo sabremos. Un atractivo que, por si fuera poco, sumado a su juventud, lo hacía parecer aún menor, casi un niño. Dado lo cual, la adoración que algunos de nuestros poetas le profesan raya de plano en la homosexualidad y hasta en la pedofilia, válgame dios!… Y aquí cabe apuntar que hay varios autores mexicanos en situaciones similares, pero cuya obra lamentablemente no alcanza para recordar sus nombres, sólo su foto.
Recapitulando, no nos resta más que admitir que los escritores, por mucho que ondeen las cualidades de su intelecto, no se libran del juicio que el lectorado hace de su anatomía. Que las fotos artísticas sólo hacen más evidente lo evidente: que algunos son tan feos que requieren de fotos artísticas. Que mientras se es bello, lo demás es lo de menos. Y que cuando se es bello y bueno, se puede tener todo o pasarse una temporada en el más incomprensible infierno.
Dicho todo lo anterior, sólo queda una categoría por cubrir: la mía. Esto es: cuando un escritor, aparte de feo, es malo. Oye, es que nadie te pela. Cuando llegas a las oficinas de redacción, hasta las recepcionistas te ponen cara de fuchi. Las secretarias y las computadoras se descomponen a tu paso. Los editores miran con disgusto tus textos y tu persona. Vaya, después no te contestan ni el teléfono!… Han de creer que la fealdad es contagiosa! Si no es así, por lo menos debes resultarles un ave de mal agüero: si lo feo no se contagia, quizá lo malo sí! Nadie se toma la molestia de corregirte un adjetivo, de sugerirte una estructura, de mencionarte el tratamiento que algún autor reconocido haya hecho de un tema similar.
Nada.
No existes.
Y piensas: si fuera guapo, estarían encantados tachando quizá un hipérbaton innecesario, alguna redundancia redundante. También piensas: si fuera bueno, no importaría que fuera feo, los tendría insistiendo por teléfono. Pero si eres feo y malo, estás en la base de la pirámide, donde las altas aspiraciones de la literatura también tienen un lado feo y malo, como tú, donde todos te pueden patear. Un lugar donde los escritores no somos hermanos, no señor, qué pasó. Pinche feo. Y malo.
Una categoría que, sin embargo, bien asimilada, ofrece múltiples beneficios. Es cierto que quedas fuera de la vida, pero te conviertes en un testigo que pasa siempre inadvertido; puedes verlo todo sin temor a ser visto. Y a diferencia de los monos, con quienes realmente no serías nadie, las mujeres se disputan tu rareza y tu exotismo. Las hembras hermosas e inaccesibles te miran tierno y vulnerable. Te prodigan sus dotes sin recelo. Hasta llegan a leer tus textos.
Poco a poco vas ganando lectores, incluso admiradores, ésos que ahora llaman fans y de los cuales hablaré en otra ocasión.
Pensándolo bien, sonará paradójico, pero esta categoría resulta tan generosa como su antónima: tu calificación siempre es unánime… El trato siempre es predecible… Nunca escribes por compromiso ni por agradar a nadie… No te supeditas a ninguna foto… Tus letras no dependen de tu aspecto…
En pocas palabras: eres malo, pero escribes lo que te viene en gana.

[Publicado en la revista de la UABC, gracias a su editora Rosa Espinoza, quien aceptó una módica suma por incluirlo en sus páginas].