26 ene 2009

DRAGÓN ROJO - Mi agente en Tijuana (3)

Dragón Rojo

por Anónimo Hernández

Tijuana es una ciudad tan, pero tan fea, que resulta bonita. Y yo estoy tan feo, que Tijuana y yo nos enamoramos en el acto. En las sabias percepciones de K Brown, mi agente, Tijuana es como Iztapalapa, pero en ciudad. Y seguramente tiene razón, jamás me atrevería a contradecirla (sobre todo porque puede dormirme con karatazo entre ceja, oreja y madre), pero doy por hecho que su comentario se refiere al aspecto físico, visual, pues no conozco a nadie que se haya enamorado de Iztapalapa. A lo que voy es que Tijuana tiene un ambiente tan permisivo que me hizo sentir en casa –como no me siento ni en mi propia casa.
Durante los primeros días anoté en mi cuaderno: "Tijuana se olvidó de embellecerse: se olvidó de las formas y de las apariencias". Pero lo taché para encimarle: "No olvidó nada: nunca le importó". Paseé por sitios de atracción en compañía de K, o de grandes personalidades como Esmeralda Ceballos cuando K estaba ocupada. Me encantó que para llegar a ciertos lugares dentro de la misma ciudad hubiera que hacerlo por autopista, sobre todo escuchando a Richard Cheese en el autoestéreo. Así, K comandó una tropa de asalto con las poetas Gabriela Puente, Ivonne Flores y yo; fuimos a Playas de Tijuana donde me tomé un clamato y una foto junto al letrero que advierte:

Aquí comienza la patria 

Conocí avenidas importantes como la Revolución (que los lugareños llaman Revu en vez de Revo) y la Coahuila (la Cagüila). Me tomé fotografías en el Jálale Ai, recinto de un deporte del mismo nombre traído por los vascos y del que México ha sido gran campeón durante años: el jálale ai. Y me saqué tantas fotos con una zebra que parecía burro maquillado de zebra que hasta nos hicimos amigos. Vuelve pronto, creo que dijo cuando nos despedimos. También cuchicheé con unos señores que se querían saltar una barda grandota que nunca supe qué era. Hablaban tan bajito que no les entendía nada, pero les asentí en cada pausa porque creían que yo realmente era escritor y periodista, y confiaban en que sus confesiones podían trascender algún día. En otro texto entredije que desde siempre he padecido de un mal muy malo. Los doctores no han podido diagnosticarlo –incluso dudan de su existencia–, por lo que he decidido llamarlo biblio-narcolepsia. El principal síntoma es que me quedo irremediablemente dormido a las primeras frases de un libro. Calculo que eso origina también que no memorice adecuadamente a sus autores y sus títulos, ya no digamos sus contenidos. Lo importante es que eso no sucedió con Historia de Tijuana, de Alejandro Lugo. Allí leí que el Centro Turístico Aguacaliente alguna vez fue mundialmente famoso por contar con un lujoso casino, un galgódromo, un hipódromo, acogedores bungalows; que entre sus asiduos se contaban Rita Hayworth, Buster Keaton, Clark Gable, Al Capone; que el sitio contaba con una imprenta y una escuela donde se impartía educación primaria a los hijos de los huéspedes y de los empleados… De pronto pensé que aquella descripción no sólo se ajustaba como guante de seda al exquisito recreativo, sino a toda la Tijuana de aquellos tiempos, a la de éstos, y de hecho al país entero: un oasis de ocio para celebridades y maleantes, con la imprenta dentro de sus instalaciones, con un nivel escolar de primaria, y señores saltándose una laaaaaaaaaaaaarga barda como si escaparan de una prisión. Todo el mundo me había hablado de la peligrosidad y la violencia de sus calles, pero como mi visita coincidió con un sangriento motín en el penal de máxima seguridad –en una rebelión ligada a los principales maleantes de la zona–, la inteligencia delictiva se concentró en ese punto y el resto de la ciudad fue un remanso de paz. No había lugar más seguro en el mundo, siempre y cuando caminaras lejos del penal, lo cual era fácil considerando que la humareda se veía a kilómetros de distancia. Con ese desparpajo conocí aspectos de la vida nocturna y me saqué fotos con señoras gorditas que tomaban el fresco muy despechugadas en las estrechas aceras de la Cagüila. Fui al Kinklé y al Zacazonapan. Entré a un lugar donde se sentía un calorón tan infernal, que las meseras empezaron a quitarse la ropa: –Qué buena idea! Jamás se me habría ocurrido! Acto seguido, las meseras se subieron a bailar sobre las mesas. –Esta ciudad es muy interesante! –le dije a un señor con mostachón mientras yo mismo comenzaba a desfajarme los pantalones. Pero supongo que debió acabárseme el veinte porque fui invitado muy amablemente a abandonar el recinto.

Además del motín, se celebraba el Festival de la Ciudad. Por todos lados había exposiciones, conciertos y cosas que le gustan a la gente que sabe mucho. Dentro de ese festival se insertaba mi taller, que como ya he dicho, se intitulaba henchidamente “Cómo ser un escritor malo en 10 sesiones”. Y respecto a éste sólo puedo rendirle homenaje al talento de los participantes, aunque queda claro que no faltaron las pequeñas reprimendas:
–Olvídate de Cien años de sobriedad… Según me dijeron, muchos años antes William Fuckner ya había hecho cosas parecidas… Déjame investigarlo y te informo.
O cuando un asistente leyó un cuento que decía: “Denise se fue a estudiar a París”…, me vi en la obligación de interrumpir para decir:
–Ya dijimos que no debemos temer al verso en prosa (o verso prosaico, como denostativamente le llaman), ni siquiera si cae en la temida rima, por lo que yo bien podría añadir: Denise se fue a estudiar a París, echándole un anís a su cuerpo de lombriz… Y podría seguir rimando si vosotros insistís. Pero a quién se le ocurre tener un personaje que se llame Denise? Y por qué enviarla a estudiar a París? –Eso qué tiene de malo, güey? –me espetó el aprendiz deslizando el odioso “güey” a su desliz. –Qué tiene de malo? Pues te respondo con otra pregunta: de verdad crees que hoy París es el mismo que conoció Hemmin, güey?… Ya pasó un siglo! París ahora está repleto de musulmanes y de latinoamericanos de medio pelo… Ustedes están aquí, en una de las aldeas más importantes del mundo [lo de aldea no les gustó nada]. Para qué llevan a sus personajes a estudiar a la Gordonna, o como se llame… Los convierten en el peor cliché!… Sus personajes, desde su nacimiento, son un cliché!… Es más, ustedes, como escritores, se convierten en un cliché!… Un cliché que caducó hace cuarenta años!… Eso no es ser un escritor malo… Eso ni siquiera es ser escritor!… Obviamente, después de tan apasionadas intervenciones, terminaba rendido. Pero en cuanto K daba por terminada la sesión y me llevaba a departir con las personalidades de la región, me sentía revivir.

Por fortuna, mi madre me había comprado un celular antes de venir a Tijuana. Lo hizo para controlarme, está claro, pero resultó de vital importancia durante mi estancia porque todos lo utilizaban para todo. En la mesa de una cantina por ejemplo, había momentos en que parecía que estaban mandándose mensajes unos a otros. Alguien enviaba un mensaje y otro se reía al leer uno que acababa de recibir. Alguien más llamaba y otro contestaba. Llegué a pensar que estaban hablando de mí. Los primeros días yo sólo recibía mensajes de mi madre (ponte un suéter para salir, no llegues tarde a dormir, me las pagarás cuando regreses), pero después ya estaba igual que ellos.
No sólo puedo presumir de que conocí a Rafa Saavedra y Pepe Rojo; a Sal Ricalde y al DJ Chucuchú, con quienes congenié de inmediato, quizá por feos; a Tere Vicencio; a Julio Álvarez y Karina Morales; al afamado editor sonorense Víctor Hugo Barrera; a Julio Orozco y Alejandro Zacarías; Javier González Cárdenas, Elma Barrera, Esmeralda Ceballos y Samantha Luna; a Leobardo Sarabia, mismísimo organizador del Festival de la Ciudad; a Olimpia Ramírez, Ava Ordorica, Vianka Santana; a Miriam García, Gaby Torres y Jenny Donovan; a Román Luján y a muchísima gente maravillosa que simplemente nunca alcanzaría a enunciar, pero que pueden estar seguros de que están incluidos aquí. No sólo compartíamos mesas y cervezas, sino que además me mensajeaba con ellos. Gracias al celular me tomé las fotos arriba mencionadas y departí con mis amigos en restaurantes como El Cielo (de Sergio González), el ibérico Chiki Hai, la Tía Juana, las carnitas de Los Gordos; antros tipo La guarida del jaguar y el 4 Amigos. Y cantinas como el Turístico, la Ballena, el bar del Hotel Nelson, la Estrella (que me dejó boquiabierto, “qué bonito lugar: es como Disneylandia para gente como yo”, el cual tuve la fortuna de conocer antes de que lo remodelaran con un pinchi estilo egipcio, según las recientes quejas de mis amigos). La cosa es que, invariablemente, terminábamos en el Dragón Dorado: –Dragón Rojo! –me corregían cada vez que confundía el nombre; pero cometí ese error con tanta frecuencia que ahora no recuerdo si decía Dorado y me corregían que Rojo, o si decía Rojo y me corregían que Dorado. La última noche del Festival de la Ciudad fue apoteósica. Conciertos masivos en las calles, clausuras, cumpleaños de Samantha, gente por todos lados. K elaboró un plan: que cada quien asistiera al evento de su preferencia pero que todos nos reuniéramos después de las doce en un punto céntrico aún por definir. Allí estaría el gran Rafa Saavedra con su playera de Radiante o vestido de Dandy, para que lo bautizáramos como Radianty. Allí habría dulces y caramelos y polvitos mágicos sabor menta y tutti fruti. Allí estarían todos y todo. Así que esa noche salí muy perfumado de mi hotel y recibí el primer mensaje preguntándome dónde nos juntaríamos tras la clausura del festival: –En el Dragón Dorado –respondí. –Dragón Rojo o Dorado? –Dragón Dorado, of course. Como el hotel Villa de Zaragoza quedaba en el centro, atrás del Jálale Ai, había decidido ir a pie; y acepto que en el camino me fui tomando unas copitas por aquí y por allá, todo con el fin de entrar en ambiente. Un rato después recibí un mensaje similar, ahora del DJ Chucuchú: –Ónde va a ser el party? –En el Halcón Dorado –contesté. –Halcón o Dragón? –Halcón. Caminando por la Revu, me interceptaron señores muy amables ofreciéndome Pusi, o algo así, que supuse que era un platillo típico de la región. Lo malo es que cuando tomo, no como. Así que proseguí. Había juegos pirotécnicos y gente disfrazada. Me encontré montones de personas en la calle que me saludaban efusivamente, pero estoy seguro de que me confundían con alguien célebre. De cualquier manera, invité a varios al reventón con mis amigos: –Será en el Halcón Dorado… –Halcón Dorado? –Rojo, perdón. Halcón Rojo Lo preocupante era que me obsequiaban diferentes bebidas cada vez: vodka, tequila, mezcal, bacanora, y como casi nunca tomo, me puse como chinampina. Entonces recibí otro mensaje con la misma pregunta: –Dónde? –ahora era Pepe Rojo –Estaremos en el Barón Rojo, que debe ser de tu tío, ja ja! –le contesté. –Muy gracioso, pero estás seguro que Barón Rojo? –Chin, no, creo que es Dorado. El Barón Dorado. Para esos momentos ya no sabía dónde estaba. Buscaba los letreros de las calles pero no significaban nada, igual podían estar en chino. Me quedaba mirándolos durante minutos sin descifrarlos. Ya no recordaba a dónde iba ni por qué había llegado allí. Me había olvidado del taller y de que era escritor. No sólo caminaba en forma de S sino de R y W. Bajo ese patrón nunca encontraría a mis amigos. Así que decidí poner un alto, rectificar mi comportamiento y tomar un taxi: –A dónde va, amigo… –Voy al… Nalgón Rojo… Tras unos instantes de duda, el taxista preguntó: –Nalgón Rojo o Dorado…

FIN

[Welcome to the jungle. Montaje que sincroniza la versión de Richard Cheese y Lounge Against the Machine con el video original de Guns and Roses. Ja!]





[Así eran los murales del salón de baile La Estrella; fotos: Miguel "El Tío Phil" Sánchez]





14 ene 2009

MI AGENTE EN TIJUANA (2)

La literatura sin mí
por Anónimo Hernández

Ya pronto hablaré del inmediato amor que surgió entre Tijuana y yo. Por el momento me limitaré a apuntar que Tijuana no sólo era la ciudad natal de K. Brown, mi agente, sino que ella, K, era de las pocas personas que podían presumir de abolengo en una ciudad de paso donde la mayoría de la gente no ha nacido allí. Porque incluso los tijuanenses de nacimiento generalmente proceden de padres fuereños. Bueno, pues K es ampliamente conocida porque puede presumir que su mismísima abuela nació en la tierra donde ahora, yo, debía corresponder a la confianza de su nieta.
Entrando conocí el viejo dicho sobre las tres hermanas: Ensenada la bonita; Mexicali la caliente; y Tijuana la piruja. Hay muchas variantes del dicho, pero ésta fue la que se me quedó grabada. Ya tenía una invitación para presentarme en Mexicali y pronto estaría en Ensenada. Había venido a Tijuana para dar un taller y mi mayor pavor consistía en no contar con ningún interesado. Pero, contra todo pronóstico, tenía más de 20 inscripciones, nada mal para un Don Nadie.
En el taller tuve la fortuna de contar con gente receptiva, excelentes relatos, muchísima participación. Fue muy fácil orientarlos hacia los mejores modos para convertirse en escritores malos. Entendían con facilidad los preceptos básicos, mostraban un talento natural para aprender técnicas y recursos indispensables para lograrlo, lo cual hizo que mi trabajo fuera muy sencillo y que los participantes notaran prontos adelantos.
Como el taller formaba parte del Festival de la Ciudad, no tardó en correrse la voz. En restaurantes, cantinas y antros, la gente se acercaba a preguntar sobre mis procedimientos. Más aún, tuve el gran privilegio de conocer a varios de mis grandes ídolos en el campo de las letras, como Rafa Saavedra, Pepe Rojo, Deyanira Torres; estuve a punto de conocer a BEF, que aunque no es tijuanense, casi coincidimos allí. Conocí a muchísima gente más, pero también hablaré de eso en otra ocasión. Baste con decir que me sentía soñado.
La gente me detenía en la calle:
–Usted es el escritor malo?
–Así es. Me gusta lo superficial y la ausencia de estructura.
–Chingón. Nunca cambie.

Pero una mañana, en mi cuarto de hotel, recibí una llamada de K, mi agente:
–Oye, bato, hay un evento que no está incluido en el Festival de la Ciudad. Se reúnen las personalidades literarias más importantes del país para discutir el futuro de nuestra Literatura.
Inflamado por el éxito, le dije:
–Debo estar allí.
–Pero la reunión es hoy mismo, por la noche.
–Tú eres mi agente. Tengo que estar allí.
–Muy bien. Déjame hacer unas llamadas. Te recojo por la noche, cuando termine tu taller.
La emoción me llevó hacia una botella de tequila desde temprana hora. Más tarde, en la sesión les mostré a mis alumnos la importancia de cultivar los lugares comunes una vez que hemos aceptado nuestra condición de escritores malos. Y, por supuesto, maticé mis enseñanzas con una botellita de agua que disfrazaba un contenido altamente etílico.

Por la noche, al recogerme, K me explicó que en esos días la legendaria temeridad de Tijuana se había concentrado en un motín dentro del penal más peligroso de la ciudad, entre cuyos objetivos podría estar la liberación de algunos elementos considerados Narco-in-Chief dentro de sus organizaciones. Por lo que la mayoría de los capos mafiosos se hallaban ocultos, quizá en cónclaves, esperando el desarrollo de los acontecimientos.
La seriedad de la noticia palideció ante otra que era aún peor: K había estado pegada al celular durante toda la tarde, pero sus esfuerzos no habían sido suficientes:
–No conseguí que te aceptaran en el evento… Mira, esa madre debe de tener meses planeándose, así que no pude modificarla en unas horas. Pero, si insistes, vamos a intentar algo in situ.
No le entendí, pero acepté. Nada pintaba bien si debíamos arreglarlo al ay sí tú, pero pensé: si estos escritores son así, ni modo.
Noté que ella también traía una botellita de agua y sólo recé para que no reconociera el verdadero contenido de la mía. Como es usual en Tijuana, tuvimos que recorrer infinidad de callecitas, bulevares, carreteras, vías rápidas, más callecitas oscuras, hasta que llegamos a una especie de mansión situada al centro de un amplio espacio verde, protegida por una reja de barrotes muy separados que permitían una vista clarísima del jardín, pero cuya altura impedía cualquier acceso, sobre todo al coronarse con alambre militar electrificado. En su totalidad, el sitio ocupaba una cuadra entera.
Al bajar del carro e intentar entrar, tuve un primer altercado. Ya no había hostesses, sino gorilas con aspecto de empleados de seguridad.
–Ya llegaron todos los invitados, no esperamos a nadie más –dijeron, desacreditándome por completo.
K tomó el control y me dijo:
–Déjamelo a mí. Vete hacia allá. Llegas a la esquina y das vuelta. Yo te llamo.
Seguí sus indicaciones.
Desde mi nueva ubicación pude ver que no sólo habían resultado tardías las llamadas de K, sino nuestra llegada. La cita efectivamente debió de ser para horas antes porque ya todos estaban dentro, charlando en el jardín con una copa en la mano.
Reconocí a… Eh… Bueno, estaban… O.K., no me acuerdo bien de sus nombres… Pero ahí estaban… To-dos… Reunidos en el patio… De pronto escucharon, proveniente de la reja, una retahíla de gritos:
–Maestros!… Soy yo!… Déjenme entrar!…
Algunos voltearon, pero parecieron más falsos quienes fingieron preocuparse que quienes fingieron que no pasaba nada. Los gritos continuaron:
–Maestros!… Por favor!… Maestros!… Volteen hacia acá!…
Para evitar el embarazo, alguna voz sugirió pasar al interior de la mansión y comenzar con el trabajo del día. Pero los gritos continuaron:
–Maestros!… No se vayan!… Maestros!… Por favor!… Déjenme entrar!… Maestros!… Maricas!… Perfumados!… Déjenme pasar!… Mamones!… Váyanse a la mierda!… Mafiosos!… Ni quien quiera estar con ustedes!… Jotos perfumados!…
Entonces K llegó derrapando hasta mi ubicación.
–Fuiste tú?
–Qué.
–El de los gritos…
–No.
–Oíste los gritos?
–Sí.
–Y no fuiste tú?
–No!
–Seguro?
–Sí!
–Está bien. Te greo –dijo con acento a vodka.
Nunca supimos quién fue el desubicado que había vociferado tantas peladeces contra las personalidades que más admiro en el infinito y más allá, incluso me desilusionó que K siquiera me supusiera capaz de un acto tan ruin, pero cuando vimos que las luminarias se recogían en la seguridad de la mansión, K terminó gritando consignas similares a las que acabábamos de escuchar. O sea que su botellita tampoco traía sólo agua.
Después de un silencio, me dijo:
–Ven. Tengo una solución.
K me tomó del brazo hacia su enorme auto, cuyas medidas autorizaban para denominarlo como lancha. La tristeza me hizo sentir agotado. Pensé que rodearíamos la mansión en busca de otro acceso, pero el ronroneo del motor me arrullo hasta dejarme dormido en el acto.
Debimos recorrer infinidad de callecitas, bulevares, carreteras, vías rápidas, más callecitas oscuras, hasta que K me dijo:
–Hey, bato, despierta, vienes babiando. Y apestas a puro tequila –me dijo oliendo a vodka.
–Óntamos…
Habíamos llegado a mi hotel. Nada de accesos secretos a la mansión, nada de intervenciones en el cónclave selecto. Mi súbita celebridad no había servido de nada. Yo no era nadie. El destino de las letras se decidía sin mí.
K tomó mi llave, bajó del auto y abrió la puerta de mi habitación. Fui a seguirla con la clara intención de hacer pucheros y llorar en su hombro, cuando escuché que se abrían las puertas del auto estacionado junto al nuestro. Recordé todas las advertencias contra la peligrosidad de Tijuana. Me vi torturado en busca de alguna confesión. O doblegado por cuernos de chivo disparados contra mí por equivocación. Qué poca madre, pensé: los escritores no me reconocen y los narcos me confunden. Volteé de inmediato para gritar: “En la cara no, que soy artista”…“No disparen, sólo soy un escritor malo” cuando de pronto vi un par de norteñas enormes con vestimentas poco discretas.
Escuché la voz de K diciendo:
–Trátenmelo bien, muchachas. Este hombre es muy importante: es el escritor más malo del país.
–Tá bien.
Las señoritas, más altas que yo, me empujaron hacia la habitación. Sólo alcancé a escuchar a K diciéndome:
–Sólo son prestadas por una hora. No te vayas a quedar dormido.
Una vez dentro, las chicas se deshicieron intentando complacerme.
–Tómese su tiempo, apá, no hay lío si es más de una hora, edá? –dijo una.
–Simón, no hay tos –masticó la otra junto con su chicle.
Me bailaron, me encueraron, me masajearon.
Me estrujaron, me besuquearon, me consintieron.
Me enseñaron todas las posibilidades semánticas de la palabra sándwich. Yo les enseñé lo que significaban un hipérbaton, una sinécdoque y, sobre todo, un encabalgamiento.
–Uuuuun queeeeé? –se reían como locas.
–En-ca-bal-ga-mien-to…
–Jaaaaa ja ja.
–A ver, digan conmigo: perífrasis o circunloquio.
–Jaaaaa ja ja, qué señor tan lindo.
Ya en la cama, me sentí como una carcacha entrando a los rodillos de esos autolavados para que les pongan una zarandeada chingona por todas partes. Obviamente hubo gritos y pataleos sin cuartel.
Al final, cuando las huercas se vistieron y me cubrieron con las cobijas como si fuera su bebé, me quedé pensando en lo triste que resulta ser un autor que no es reconocido por sus colegas.


FIN


[Jóvenes protestando en la FIL de Guadalajara por los altos precios de los libros. Ojalá que este año también protesten por la mediocridad de los mismos, no? Foto del periódico Público.]





[Escenas del motín en TJ]


2 ene 2009

MI AGENTE EN TIJUANA (1)




Los empresarios
por Anónimo Hernández
a Karla Martínez

Si Graham Greene escribió Nuestro hombre en la Habana, yo quisiera escribir Mi agente en Tijuana… Pero fue Graham Greene o James Conrad? O Graham Conrad? No me acuerdo, lo importante es que quisiera ser capaz de rendirle un digno homenaje a la persona que no sólo me está dando trabajo, sino que me está volviendo famoso: K. Brown, mi agente. A ella no le ha importado que sea malo, feo o desaseado; que se me olviden los títulos y sus autores; que le llame “trucos” a los “recursos literarios” y que confunda su nomenclatura (pero, caramba, cómo recordar en todo momento lo que significa un oxímoron?)
Vayamos por partes. Todo empezó con un telefonazo:
–Anónimo?
–Sí.
–Te llama K.
–K. Brown?
–Simón.
–La mera-mera agente de Tijuana y todos sus alrededores de alrededor?
–La misma.
–…Te debo dinero?
–No. Quiero ser tu agente. Tengo algo para ti.
Era K. Brown! De NortEstación! Una de las agentes más codiciadas del país!
Me mordí un dedo, bailé una pequeña danza celebratoria, y dejé pasar un tiempo para hacerme el importante:
–Ah, sí? De qué se trata?
–Todos sabemos que eres un escritor malo…
–Y?…
–Pues quiero que vengas a Tijuana para impartir un taller literario: “Cómo ser un escritor malo en 10 sesiones”. Y luego una conferencia sobre el mismo tema en Ensenada. Crees poder?

Yo ni siquiera sabía que existiera un lugar llamado Tijuana, así que agarré un mapa del país y, siendo el primer lugar que debía encontrar, fue el último. Repasando aleatoriamente el norte vi Matamoros, Monclova, Monterrey… “Recórcholis, me dije, esto está en orden alfabético: la T debe de estar más abajo”…
Días después, cuando hube diseñado el taller y cuando hube tramitado el permiso con mi madre para que me dejara salir de la capital, K y yo nos conocimos en el aeropuerto de Tijuana.
Y una vez en la ciudad, K tuvo un bello detalle que aquí detallo:
Cuando el mismísimo gerente del hotel Villa de Zaragoza me instaló en mi habitación, casi pegué un salto al ver mi horrible imagen reflejada en un enorme espejo –como un gato que tocara el agua de un estanque. Me contuve dejando tan solo una cara de fuchi. En ese momento, con todo tacto, mi agente dijo:
–Pronto serás una celebridad, Anónimo. Pide lo que quieras.
–Quiero que quiten ese espejo…
–Eso no es posible, señor.
–Entonces quiero un cuarto sin espejo.
–No tenemos, señor.
–Entonces quiero que quiten ese espejo.
–No se haga el gracioso, señor.
Cuando estuve a punto de hacer pucheros, K se anticipó posando sus manos sobre mis hombros:
–Pero si ser feo es parte de tu personalidad… De hecho es una de las partes más importantes de tu encanto.

Aquel comentario no fue un simple cumplido, ni un halago para salir del paso. K realmente lo creía. Lo aprendí algunos días después, cuando ya impartía mi taller en diez sesiones, y K llamó a mi habitación:
–Esta noche varios promotores culturales sostendremos una reunión con empresarios de la región. Trataremos de que inviertan para mejorar la situación del arte en la ciudad. Les haremos una presentación y luego tendremos un cocktail.
–Y?
–La cuestión es que en eventos anteriores tuvimos actores o artistas con mucha presencia para conversar con los empresarios durante el ambigú, pero resultó que las esposas, con dos copitas encima, empezaban de pirujillas con ellos.
–Y?
–Pues que en esta ocasión necesitamos un feo que cumpla esa función. Un feo con clase.
–Oye, pero yo no tengo clase.
–Ya sé, pero eres el único feo que conozco.
–Es que…
–No te estreses, sólo se trata de conversar con ellos, hacer que se sientan importantes por conversar con artistas e intelectuales. Nosotros nos encargaremos del resto.
En la noche, al terminar mi sesión del taller –del cual hablaré en otra ocasión–, K pasó por mí en su enorme carroza para dirigirnos a la mentada reunión con los empresarios. En el camino me asaltaron las dudas.
–K, creo que no voy a poder…
–Rélajate, sólo sé tú.
–Pero esa gente no va a entender nada de lo que diga.
–Ése es el punto. Entre menos entiendan, más importantes se sentirán.
Yo admiraba a K en secreto. Todo ese conocimiento, esa sapiencia. Pero lamentablemente sus dotes no disminuían mi inseguridad, que junto a mi gusto por la rima innecesaria y mi fealdad, también eran partes de mi personalidad.
El caso es que llegamos al evento. Los promotores culturales asignaron a un representante, quien expuso la ansiada propuesta auxiliado por un documento en Power Point.

Al cabo de un buen rato escuché:
–Inchi bato, despierta, ya terminó la presentación –palabras de K acompañadas de algunas bofetadas aplicadas profesionalmente.
–Qué?
–Tabas roncando y babiando.
–Noscierto…
–Que sí. Tabas pataliando y diciendo peladeces… Anda levántate y ven acá. Te voy a llevar con los empresarios que te asignamos.
Era cierto que K poseía una suave voz y una sonrisa angelical, pero también un huracanado temperamento y una cinta negra en karate, con lo que se aseguró que yo llegara bien despierto a mi compromiso. Me asignó a tres parejas, todas tijuanenses. Una de ellas parecía estar protagonizando una película neoyorquina –él con un impecable traje en gris muy oscuro, ella con un vestido de satín en discreto color palo de rosa–; la segunda pareja parecía sacada de una serie californiana de televisión, informales y sin peinar; la tercera era puro Sinaloa, con un tipo sombrerudo que se ajustaba los pantalones de poliester con un cinto pitiado y calzaba botas de iguana en las que nunca me habría atrevido a meter mis piecitos, acompañado de una mocosa que bien podía ser su sobrina y cuya máxima preocupación era el aspecto de sus uñas.
Fui incapaz de deducir la clase de negocios que impulsaban estos personajes en la región, pero me negué a dejarme vencer por los estereotipos. Lo cierto fue que, desde el momento de presentarme con ellos, me sentí como una de esas ficheras que es ofrecida a la mesa de clientes que no la solicitaron. Y como ellas, fui buscando el huequito donde pudiera acomodarme. Por razones obvias, me lancé primero sobre los californianos. Les debe gustar la mota, pensé.
–Buenas noches. Mi nombre es Anónimo Hernández. Soy un escritor malo. Me gustan la reiteración y el efecto cacofónico.
Me encontré con que el tipo podía tener mucho dinero y ser un empresario exitoso, pero que a diferencia del típico californiano televisivo –poseedor de una dentadura perfecta– éste tenía una sonrisa chimuela: le faltaba uno de los dientes frontales. Y lamentablemente esa imagen representaba con exactitud su personalidad y la de su mujer.
Entonces, sin sentirme identificado tampoco con los neoyorquinos, giré hacia los sinaloenses, y pensé: ya valí madre, ni para allá ni para acá.
–Usté es chilango, edá?
–Así es, soy capitalino.
–Qué se siente no usar botas?
–Fatal. No sabe lo terrible que es sentarse a escribir sin la protección de unas botas picudas –contesté como pude.
Al “sinaloense” le importó un pito mi respuesta: él ya estaba contento con haberme hecho víctima de su gracejada. Sin embargo los neoyorquinos sonrieron con disimulo ante mi ingenio, por lo que pensé: ahí está el pan.
–Formo parte del festival de la ciudad. Imparto el taller “Cómo ser un escritor malo en 10 sesiones”, que como su nombre lo indica es un taller de escritura.
–Un taller de escritura? Cómo es eso? –preguntó el neoyorquino, dando voz a su mujer.
–Han de arreglar teclados de computadora… O nomás plumas?… –dijo el que parecía narco sinaloense, con su sonrisa ranchera, mientras los californianos seguían en plan chimuelo.
–Fíjese que no –respondí–: se le llama taller porque trabajamos escritos, del mismo modo en que, …por ejemplo, …un taller de talabartería diseña y crea unas botas de lagartija como las suyas.
Esta vez hasta el mismo sinaloense inclinó la cabeza ligeramente. Me los había ganado.
Un mesero pasó con nuevas rondas de tragos.
Después de un breve silencio:
–Mi mujer escribe –murmuró el neoyorquino tratando de dirigirse sólo a mí–, y es muy buena, pero no se tiene confianza. Usted podría darle un diagnóstico?
Le di un trago a mi trago mientras veía la silueta dibujada bajo el vestido de satín en color palo de rosa.
–Pues claro que le doy, con todo gusto, un diagnóstico, o los que hagan falta –dije tratando de concentrarme en la encomienda de mi agente.
–Yo también escribo –dijo repentinamente la californiana, con fuerte tinte pocho; bajo su diminuta camiseta de tirantes se veían dos pelotitas coronadas por unos piquitos que apuntaban hacia arriba, y siendo francos, diría que apuntaban directo a mis labios, pero quizá era sólo mi imaginación borracha. –Escribo todos los días? Y tengo relatos publicados en inglés y en español? –dijo con ese acento gringo que convierte las afirmaciones en preguntas y que muchos de mis paisanos han copiado lambisconamente bien.
–Las historias de ella son magníficas, pero ella dice que son pedantes –dijo el chimuelo con un acento más pocho aún, y apuntándome con el dedo como si estuviera amenazándome, ese gesto gringo tan amistoso en su aparente belicosidad–; ella carga con esa trauma sólo porque ella consiguió un maestría en letras… –añadió.
Un maestría en letras?! Pero si la tipa tiene facha de surfer!, grité para mis adentros.
–Quiero que mis historias suenen menos pretenciosas? Más crudas?
Nos confesó que había asistido a talleres con unos tales Chuck Palankiux y Cormick McCormick (quien, con ese nombre, debía de estar relacionado con la reputada fábrica de mermeladas).
Todos estábamos mudos, es más, congelados. Así que continuó:
–De hecho, a Paul Auster le decíamos “La Licuadora”? Como Osterizer? Él era Austerizer, quería Austerizarlo todo? Quería que todos escribiéramos como él? –sentenció.
No mames, lo que me faltaba?, pensé con su acento. Esta tipa quiere que yo le dé un taller?
–Pues yo también quiero escribir –dijo la mocosa sinaloense–: con mi vida hay para hacer un libro, o más –. Tenía un culito respingado que todos los caballeros del festín habían tratado de examinar inventándose pretextos para pasar detrás de ella, cuidando que el sombrerudo no se fuera a enterar.
Por qué me pasa esto a mí?, me pregunté. Por qué le infundo este tipo de confianza a la gente? Si yo no hubiera venido, le habrían dicho lo mismo a mi sustituto? Era yo una especie de prostituto?
Los meseros habían ido y venido, lo mismo que las copas. El evento entero comenzaba a darme vueltas en los ojos y en la cabeza. Me sentía un galante de la literatura, un cabaretero de la narrativa. Peor aún, según yo, el trío de féminas ahora me miraba remojándose los labios con lasciva saliva. Entonces quise protegerme haciendo con los dedos la señal de la cruz, como si me fuera a santiguar, y decirles: Atrás, malditas! A ustedes no les interesan las letras, sólo el pecado!
–Fijense que no puedo… –traté de inventar excusas, pero las mafiosas miradas de los maridos me hicieron pensar dos veces lo que estaba a punto de decir– …no puedo dar un taller tan elevado como el que ustedes requieren, pero…
En ese momento apareció K como si viniera a mi rescate.
Sin embargo, para entonces las ruedas se habían echado a andar y las pecadoras no encontraban el modo de detenerse. Por el contrario, parecían competir para ganar mi atención. Por fin, una de ellas –no quise saber quién– dijo:
–Qué lindo…
–Hazte el feo! –mordisqueó K, disimulando un codazo.
–…tan feíto!
–Hazte el bonito!
Los maridos ya no lucían tan contentos como al principio, pero me vieron tan asustado que jamás pensaron que mi temor se debiera a la posibilidad de perder a K, mi agente, sino que lo atribuyeron al efecto que la amenazante personalidad de sus personas ejercía sobre mí.
K quedó feliz, porque al final los capos no sólo aceptaron invertir generosamente en la cultura de la región, sino que cubrieron mis honorarios para darles talleres personalizados a sus mujeres durante las mañanas, mientras ellos se ocupaban de generar los dineros que financiaban al estado, su cultura y mi taller.

FIN


Aquí una de mis canciones favoritas de siempre: "Bubble Bubble", Orquesta Mondragón, Rock and roll Circus, 1983.