21 ago 2009

UN ESCRITOR INSÓLITO

por Mauricio Bares 
[Confesión en Revista Revés de Morelia, no. 64, 2009]

El hombre más feo del mundo
Cuando alguien habla de un escritor, nos formamos una imagen inmediata: ropa casual, sacos de pana color miel, zapatos de gamuza, pelo largo cuidadosamente despeinado. Un ser que lee un libro en francés en una terraza de la Condesa. Pero si alguien tratara de esbozar una imagen de mi persona a partir de mi obra, creo que me acercaría más a esos pobres personajes balconeados en cada número del Semanario de lo Insólito: un fenómeno oculto en una buhardilla por temor a ser visto.

¡Tiene pelos en las manos!
El hecho de aprender a escribir y a editar al mismo tiempo, ha contribuido a que mi trabajo no se sujete a los intereses de nadie. Así, en vez de balancearme con los vaivenes de la novela histórica, las biografías, o cualquier otro capricho editorial y mercadológico, le he puesto un ojo (sólo uno) a temas como la nota roja, el amarillismo, el sensacionalismo, y otras curiosidades de nuestra cultura que son desdeñadas por el escritor que viste con sacos color miel, zapatos de gamuza, etcétera.
Entre otras observaciones puedo decir que no hay en todo el mundo algo que se asemeje al Alarma!, pese a que nosotros crezcamos tan marcados por esta publicación, que creamos que cada país tiene el suyo. No lo hay en España, cuya cultura mamamos (sólo la cultura). No lo hay en Latinoamérica, con un mestizaje similar al nuestro. No lo hay en los Estados Unidos, país también mestizo y altamente criminal, a menos de que incluyamos su cine y su televisión.
Ese gusto por la muerte mostrada de manera brutal, amigos y amigas, sólo se da aquí. Y me parece que quien quiera entender un poco a nuestra cultura, no puede pasar por alto un dato como éste.

One of us
A diferencia del Alarma!, el Semanario de lo Insólito se nutre de refritos publicados en revistas de sensacionalismo anglosajón: exalta fenómenos físicos y sobrenaturales: ovnis, enanos, marcianos, gigantes, hombres-lobo; es decir, excepciones, seres expulsados del paraíso y la publicidad, quienes por fin encuentran un escaparate a la fama entre sus iguales gracias a las páginas a todo color del Insólito. Estas publicaciones reducen la realidad ampliando sus defectos hasta lo grotesco. Y en franca diferencia con el Alarma!, nunca se regodean con el espectáculo de la muerte violenta.
El lector interesado puede consultar el artículo “Violencia ancestral”, publicado en el suplemento “El Ángel” del periódico Reforma, en http://posthumano.blogspot.com/2009/01/alarma-canibalismo-cinco-pesos.html, donde ahondo de manera seria y fundamentada sobre estos puntos, no como aquí.


¡Escribe con los pies!
No cabe duda que dentro del ambiente solemne y pomposo de las Letras mi trabajo equivale al de un freak digno del Insólito. Algunos títulos hablan por sí solos: La vida es una telenovela, Ya no quiero ser mexicano, Apuntes de un escritor malo. Pero el más significativo en el tema que nos ocupa es A sangre fría, un título que ni siquiera se me ocurrió a mí, que me pareció muy atinado, pero al que siempre le puse un pero: no era original. Se trató de un proyecto editorial que costeé y dirigí con la sola intención de experimentar con los temas expuestos arriba, en un tiempo tan lejano como 1993, justo después de regresar a México tras una estancia en Europa de cuatro años. Estamos hablando de un año después de la “celebración” del V Centenario de la Conquista –con su reiteración de clichés y estereotipos nacionalistas– y de un año antes del asesinato de Colosio, del surgimiento del zapatismo, y la reavivación de lo que entonces llamamos neo-porfirismo. En suma, un momento que nos brindó abundante material temático.
Al paso de todo este tiempo, creo que el fundamento de A sangre fría puede formularse en dos resoluciones. Primero: si los medios de comunicación mentían fingiendo decir la verdad, decidí que era igualmente válido publicar verdaderas mentiras como si fueran reales. Segundo: la intención era aproximarnos por esa vía a la verdad, o cuando menos, a algo que se le pareciera más.
El amarillismo era el tipo de periodismo que merecía nuestro tiempo. Por lo tanto, me pareció que el formato más adecuado era el tabloide, y que en sus páginas, además del debido homenaje al Alarma! y al Insólito, se parodiaran las secciones más recurridas de la prensa nacional: la “3” del Ovaciones, los horóscopos, el “rincón sentimental” del Contenido, entre otros.
Editado totalmente en mi casa, el mecanismo era simple. Cada mediodía me encargaba de comprar dos o tres publicaciones que lucieran sustanciales. Las apilaba en una mesita de centro. Y por la tarde, cuando aparecía el equipo editorial con algunas bebidas espirituosas, seleccionábamos las notas que podían proveernos algo: un encabezado, un pie de foto, un nombre peculiar, una imagen, una nota entera o un fragmento. Inmediatamente, la maquinaria creativa comenzaba a trazar vínculos, a imaginar colaboraciones y crear nuestro Frankenstein. De esta manera, manipulamos con descaro fotos extraídas de otros medios, alteramos notas y, cuando la realidad no ofrecía lo suficiente, las inventamos. Cut-and-paste, pero sin surrealismo. Porque la idea no sólo se limitaba a descontextualizar el material informativo, sino a ubicarlo dentro de un marco donde se apreciaran con mayor claridad los significados que los medios originales pretendían ocultar. Ahora lo puedo enunciar, pero en ese entonces simplemente lo hacíamos y ya, todo muy intuitivo. El resultado puso en evidencia a muchos de los “usos y costumbres” resguardados por la sociedad, a personajes de la política, el arte y el deporte, lo mismo que a las demás publicaciones.
Más aún: aparecer en el primer número con la foto de un feto seccionado longitudinalmente, nos cerró las puertas de casi todas las librerías y de las mesas de redacción, pero nos ganó el apoyo incondicional de unos cuantos libreros y periodistas, por lo que puede decirse que A sangre fría no se contentó con evidenciar a los mencionados “usos y costumbres” dentro de sus páginas, sino que también lo hizo afuera.
En un nivel personal, me brindó la inigualable oportunidad de practicar varios géneros periodísticos, de traducir, de ejercitar diferentes voces a través de varios seudónimos, de poner en público las crónicas sobre mi estancia en Ámsterdam y mi regreso a México, y de darle vida a Anónimo Hernández, mi personaje favorito, en su gustada columna El Coyote Cojo.
El chistecito terminó costándome la relación de pareja con una inglesa, me dejó en bancarrota, pero también me creó una fama inusitada: un relumbre digno del Insólito.
Tanto que debí de haber firmado este texto como Insólito Hernández.